Hace unos días publiqué un post que se llamaba «Las personas: el centro de todo». Resulta que esta semana todo nuestro contenido ha ido en torno a este concepto, y llega un momento que se te acaban las ideas. Pero Eva Arandía, nuestra directora de Marketing, me dijo: «¿Por qué no hablas de lo que TÚ has vivido en relación a este tema?» Y pensé: pues coño, que es buena idea.
Pues nada, manos a la obra. Y claro, te pones a escribir… muchos años, muchas anécdotas. Todo no se puede contar, eso está claro. Así que entre resumir y decidir qué poner y qué no me ha salido un texto que no es ni corto ni largo… y Eva (otra vez) me ha propuesto hacer una serie. Y como me ha parecido una idea súper divertida, allá que me voy. Hoy es el episodio piloto de la nueva futura serie de Netflix: Las personas y yo (una historia real).
Capítulo 1: un estreno agridulce
Aún recuerdo mi primer día en el mundo profesional (más allá de montar cines de verano para sacarme unas perrillas, que también tenía su cosa, pero esa es otra historia). Estaba feliz. Acababa de entregar mi proyecto fin de carrera y ya tenía curro. Chaval, te vas a comer el mundo. Ay, pobre.
Llegué a aquella oficina gris (aún se fumaba en el trabajo y cuando me acuerdo de eso, simplemente flipo) recién salidito de la Universidad, pipiolo inexperto y bastante cagado de miedo, y lo primero que me dijeron, después de darme la norma EHE de hormigón como carta de bienvenida, fue: aquí se trabajan 9 horas y cuarto.
Ala, chaval, a disfrutar.
No me gustaba el trabajo, esa es la verdad. Ojo, era un buen trabajo. Buen sueldo y proyección de futuro, pero no, qué quieres que le haga. Era mecánico y tedioso, completamente falto de creatividad. Ojo, que eso no es malo; simplemente no iba conmigo. Y por más que lo intenté, no encajaba. Y desde luego, nadie trabajaba 9 horas y media. Trabajaban bastantes más. Ahí empecé a experimentar con las mieles de la presión del grupo cuando te vas a tu hora.
Y así, fueron pasando los días, hasta que, una vez acabado mi período de prueba, me hicieron fijo. Eso sí, no sin antes decirme que no estaban contentos con mi actitud ante el trabajo, que me veían falto de entusiasmo y que debía esforzarme más. Pero me hacían fijo.
¿Tú lo entiendes? Yo tampoco. Motivación nivel Dios.
Ese mismo día, decidí que me iba a marchar de allí. Guardo muy buenos recuerdos de aquella empresa (algunos también regulares) pero ahora sé que allí no pintaba nada. Sencillamente nadie se planteó si se podría hacer algo para que estuviese más a gusto. Me tenía que adaptar, y ya está. Y uno se adapta, claro, pero si doblas algo demasiado, acaba por romperse.
Creo que las personas tienen múltiples capacidades, que pueden adaptarse, por supuesto, pero también las empresas deben hacerlo. Es como el niño que saca malas notas pero nadie se ha preguntado si es por incapacidad o justo por lo contrario (o simplemente tiene otra forma de entender el mundo). Solo hay que reajustar la forma en que se le enseña. Las personas son variadas, complejas, prismas de muchas caras. Sin embargo, una y otra vez nos empeñamos en que cambien para encajar. Ahora bien, esto es lo que yo creo, y no soy nadie, solo una gota en el océano.
Tras unos meses buscando empleo, por fin me despedí, agradecido y de forma amistosa, de la empresa que me había dado mi primera oportunidad, y con la que aprendí muchísimo. Empezaba una nueva andadura en otro lugar. Corría el año 2007 y por aquel entonces nadie (por lo menos la gente que no se dedicaba a banca o inversión) sabía quiénes eran los hermanos Lehman. Pero ya nos íbamos a enterar, ya. Arrieritos somos.
To be continued…